miércoles, 24 de octubre de 2012

Los jueves relato - Colores




Mirarte


No echo de menos ver los dorados campos de trigo ni el verdor de los bosques ni las nubes blancas o la cobriza tierra que piso, ni siquiera envidio mirar ese cielo azul coronado por el amarillo y cálido sol. Tampoco necesito saber que una fresa es roja para degustar su sabor o que el café es negro para deleitarme en su aroma.
No, nunca he necesitado admirar la paleta de colores con la que está decorado el mundo para sentir el frescor de la mañana en mí rostro, el viento cuando empuja, la luna que inspira o la lluvia cuando moja. Jamás he precisado ver los rostros de las personas para percibirlas, para entender sus preocupaciones, escuchar sus problemas e incluso contagiarme en su felicidad.

Por eso no necesito ver para encontrarte siempre a mi lado, para saber que me quieres y que te quiero, para abrazarte, y besarte, y sentirte y poseerte…

Pero hay una cosa que si anhelo, mi amor.

Desearía con toda mi alma y por una sola vez, que en el segundo en que mi cuerpo enamorado se libera en tu interior adorado, mis ojos tuvieran un instante de luz para, en ese momento prodigioso, poder abrirlos y… mirarte.

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Mas colores en donde los reporteros dicharacheros del Daily

miércoles, 17 de octubre de 2012

Los jueves relato - De libros



Se que el relato que presento esta semana ha quedado excesivamente largo, somos muchos para leer en los jueves y textos como este mío, tan extensos, espantan sólo de verlo. Pero no puedo, en esta ocasión tampoco deseo recortarlo más de lo que ya he hecho. Por lo que pido comprensión a todos, jueveros o no, que deseen leerlo. 
La historia forma parte de la que inicié en "Recuerdos de color sepia"  en el jueves de la Mirada al pasado.



El tiempo de los libros




Era sor Angustias una monja bonachona y bastante entrada en carnes, de sonrisa fácil y con una curiosa voz aguda que cuando gritaba hería nuestros oídos como el chirriar de la tiza en la  pizarra. Sor Angustias era nuestra maestra en el sanatorio de la Malvarrosa. La pobre monja ponía todo el empeño por inculcarnos algo de cultura y conocimiento, labor harto compleja dada la escasa hora diaria que le dedicábamos a la geografía, a la historia y a las matemáticas, y al poco empeño y colaboración que nosotros le poníamos. Constantemente nos recordaba aquello de : “las enfermeras se ocupan de sanar vuestro cuerpo pero yo me encargo de fortalecer  vuestra mente y sobre todo vuestra alma”. Sor Angustias también era quien se ocupaba de hacernos entender los misterios de la religión y el catecismo todas las tardes antes de la cena.

La hermana cuidaba con exquisito esmero de la biblioteca que se encontraba en un rincón de la pequeña habitación con tres mesas cuadradas y dieciocho sillas, perfectamente ordenadas, donde dábamos clase. Allí, junto a las enciclopedias Álvarez y los catecismos, se encontraban unos cincuenta libros, perfectamente alineados, en los que ni yo ni mi inseparable amigo Javi, habíamos tenido nunca la menor curiosidad por leer. Nuestros héroes estaban en los tebeos que era donde de verdad se vivían las aventuras y con los que disfrutábamos. Emulábamos con pasión  infantil a El Jabato o a Roberto Alcázar y Pedrín, con los que tratábamos de llenar aquellas tardes en las que el frío, a veces convertido en escarcha, y el viento, cuyo rumor se mezclaba en ocasiones con el ruido de las olas al depositarse agotadas en la arena de la playa, golpeaba violentamente en los cristales de las ventanas e impedía que pudiéramos salir a la terraza; aun así, y a sabiendas de que estaba prohibido, nos las ingeniábamos para corretear por los pasillos dando inestables saltos y enzarzándonos en peleas con las que, invariablemente, tratábamos de echar a los romanos de España.

Fue una tarde cuando la propia sor Angustias, cansada de ver como nos revolcábamos por los suelos, en lo que ella denominaba “licenciosas tardes de bárbaros asilvestrados”, nos entregó a cada uno un libro que sacó de la estantería. – Así podréis disfrutar con el placer de la lectura y calmar un poco esa sangre salvaje – nos dijo.
A nosotros aquella inesperada tarea nos hizo tanta gracia como cuando nos obligaba a aprendernos de memoria y a recitar en perfecta entonación el Credo, los Siete Pecados Capitales o los Reyes Godos, ninguna. Pero negarse no era posible, sor Angustias podía ser muy intransigente y desde luego muy persuasiva cuando ordenaba algo.

A Javi le entregó un libro titulado“Un viaje a la Luna” de Julio Verne; a mi “Aventuras de Huck Finn” de cuyo autor, Mark Twain, a mis cumplidos diez años, jamás había oído nada. Las portadas eran preciosas, llamativas y llenas de color. Incluso en el interior de ambos libros, cada pocas páginas, había multitud de viñetas como las de los tebeos. ¡Anda que no era lista sor Angustias ni nada!
Así es que desde ese día casi todas las tardes, Javi y yo nos pasábamos un buen rato sentados en el suelo leyendo. Aprovechábamos los lánguidos rayos del sol de invierno que se filtraba a través de los enormes ventanales, para tal menester;  cada día intentábamos buscar un lugar distinto para leer, tras la pertinente siesta, algo que a sor Mercedes, la madre superiora, no parecía hacerle demasiada gracia a tenor de los gritos que nos lanzaba cada vez que nos veía desparramados en mitad de algún pasillo.
No puedo evitar ahora, tantos años después, recordar aquellos tranquilos momentos de sosegada lectura y como en ocasiones me fijaba en lo gracioso que resultaba la especial y curiosa manera que tenía Javi de coger el libro, con sus bracitos tan cortos, y la habilidad que demostraba para pasar las páginas con sus manos pequeñas y agarrotadas pero con unos dedos largos y delgados. Siempre me pareció asombrosa esa destreza, supongo que la misma extrañeza que le produciría a él que yo, de vez en cuando, saliera corriendo como alma que lleva el diablo dando cojetadas cada vez que alguna monja pretendía darme un pescozón.

Aquel primer día de lectura obligada creo que sufrí un shock que aun hoy me dura. Me enfrasqué en las aventuras de Huckleberry Finn y el esclavo negro Jim y rápidamente me entusiasmé como hacía mucho tiempo no me ocurría. No puedo saber muy bien porqué, pero aquellos dos personajes perseguidos con saña y que simplemente deseaban  una libertad que otros les negaban porque si, me emocionaron al instante. Huckleberry era un pilluelo cabezota y mal encarado que trataba de escapar de su padre, un truhán borracho que le daba continuas palizas, y Jim, el esclavo negro, que me rompía el corazón con su inocencia y sus miedos ante unos ciudadanos supuestamente honrados pero desalmados que pretendían quitarle una  libertad que el tanto ansiaba. En aquellos años yo era incapaz de entender la palabra esclavo, no podía comprender como unas personas podían comprar a otras personas y quitarles por ello la libertad de ser y actuar por ellas mismas. Hoy sigo sin entenderlo.

Durante varias noches, las que duraron la lectura del libro y muchas otras, soñaba con ellos dos y sus aventuras. En ocasiones me veía a mi mismo acompañándolos y surcando con mi sombrero de paja y mis pantalones roídos el Misisipi en nuestra barca, construida a base de troncos atados con fuertes sogas. Esos sueños tan vividos se parecían mucho a los que tenía cada vez que llegaba a mis manos un nuevo tebeo de alguno de nuestros héroes, pero esto era diferente, Huck y el esclavo Jim no eran personajes estáticos en los que tenía que imaginarme las cosas que sucedían. Ahora, leyendo, lo podía ver y sentir con una claridad y una nitidez absolutas. Ningún tebeo explicaba las aventuras como lo hacía aquel libro. Las descripciones tan fascinantes de los paisajes, los personajes y sus historias, conseguían  que yo me sintiera parte de las aventuras que leía, parecían tan reales que invitaba a vivirlas. Aquella experiencia fue un auténtico terremoto en el interior de mi cabeza que ya nunca me abandonó.

Desde aquel día, nosotros seguimos leyendo y disfrutando con nuestro Jabato, entregados a nuestras peleas por los pasillos del sanatorio, tratando de conseguir el amor de Claudia y de echar a los puñeteros romanos de la patria hispana, pero es verdad que ya nada fue igual. Aquellas primeras aventuras de Huck Finn y del negro Jim, se quedaron conmigo para siempre. 

Cuando el invierno llegó a su fin, el gusanillo de la lectura ya había entrado en mi; al llegar la primavera pudimos, por fin, pasar las tardes cada vez más largas y soleadas en la terraza, entonces la diversión y la alegría de corretear al aire libre con la brisa del mar acariciándonos la cara se convertía en una verdadera sensación de estar vivo y de sentirnos en plena libertad, a pesar de los muros de piedra que rodeaban al sanatorio, pero siempre, entre los juegos y las diarias obligaciones, encontré un rato, una hora durante la siesta, a escondidas, o después de ella, para disfrutar con  los libros que sor Angustias, sonriente e inflada, también de satisfacción, cada día nos dejaba.

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miércoles, 10 de octubre de 2012

Los jueves relato - Teléfono




La llamada


Miro el teléfono con decisión mientras trato de convencerme a mi mismo de que definitivamente de esta tarde no pasa que llame.

Han sido ya muchas las veces en las que henchido de un presunto arrojo me proponía llamar, pero siempre, en el último instante, cuando con el auricular en la mano me disponía a marcar el número, la vergüenza de no saber estar a la altura me bloqueaba y echándome para atrás de modo cobarde colgaba sin cumplir el objetivo propuesto.
Luego me sentía mal, yo no deseaba ser más aquel niño mojigato que no se atrevía a hablar a la chica de sus sueños, ahora ya era un hombre y no podía permitir que el exceso de pudor y la timidez echara al traste con el fuerte deseo que tenía de llamar, de escuchar su voz, de ser capaz de contarle mis deseos y mis sentimientos más profundos y sinceros. El delirio y la pasión me empujaban cada vez con más fuerza a realizar esa llamada y cumplir este deseado arrebato que me atormentaba.

Sin poder evitar el temblor en las manos, marco los números que tengo apuntados en la llamativa y arrugada tarjeta que llevo en la cartera desde hace tiempo. Hoy si, hoy cuando termino de marcar no cuelgo, aguanto el tipo y escucho como el timbre del teléfono comienza a sonar al otro lado del auricular.

Sobreponiéndome al enrojecimiento que me sube hasta hacerme arder la cara, tomo aire de una forma profunda cuando, desde el otro lado del teléfono, la voz más dulce que he escuchado en mi vida me habla casi como en un susurro directamente al oído:

¡¡¡Buenas tardes cariño, somos las conejitas mimosas!!! ¿Qué deseas hoy de nosotras?

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